Revista digital
TRIBUNA
octubre 2009

El caso del Whistle Blowing o la denuncia del mal proceder de la propia compañía

José Luis Fernández Fernández,
Cátedra Javier Benjumea de Ética Econ. y Empres. de Universidad Pontificia Comillas

 
José Luis Fernández Fernández

La traducción literal del concepto de Whistle Blowing podría ser algo así como “tocar el silbato” y ha de entenderse como una metáfora tomada del contexto de la competición deportiva. Así, por ejemplo, en un campo de fútbol, donde dos equipos están jugando para ganar el partido, hay un árbitro encargado de velar para que el juego discurra por los cauces previstos y reglamentados de acuerdo a unas normas. Su tarea consiste en seguir atentamente el desarrollo del encuentro y si observa la comisión de alguna infracción por parte de alguno de los contendientes tiene la legitimidad y el deber de hacer sonar el silbato, detener el juego y penalizar al infractor.

Ahora, aplicando la metáfora al contexto del profesional en el seno de la organización, se trataría también de parar el juego, de señalar una infracción (el daño que se está causando, pongamos por caso, al cliente, al usuario o al Bien Común), de proclamar a los cuatro vientos que: “Estamos haciendo las cosas mal”... Sólo que con un matiz importante: el que para el juego en este caso es precisamente uno de los jugadores del equipo. El que “hace sonar el silbato” (el profesional en el seno de la organización) pasa automáticamente a desempeñar el papel de “árbitro” y el reglamento al que apela puede ser su código deontológico, su ética personal, su preocupación por el bien de la comunidad o una mezcla compleja de todo ello.

Como se puede suponer, estamos tocando un problema de hondo calado ético y de gran trascendencia práctica. ¿Es el profesional, en este caso, un héroe moral o más bien un traidor impresentable? ¿Cuándo está justificado rebelarse contra la organización? ¿Bajo qué condiciones estaría justificada este tipo de actuación?

Dejemos de lado los casos en que el profesional obra de mala fe y denuncia a la organización sin que ésta esté actuando contrariamente a la ley o la moralidad. Centrémonos de manera exclusiva en aquellos supuestos en los que el profesional estima honradamente que no puede ser aceptable determinada actuación y se encuentra en el dilema de decidir qué debe hacer, con qué criterio y a qué coste (porque, entre otras cosas, se puede jugar, como poco, el puesto de trabajo).

Ante todo habría que decir que la lealtad es un deber exigible en principio; pero, a renglón seguido, cabría aclarar que el tipo de lealtad exigible no es el mismo en todos los ámbitos de la vida, ni tiene por qué primar sobre otros deberes, igualmente exigibles a primera vista. Es evidente que ni se es, ni se puede ser, leal de la misma forma y en los mismos términos con referencia a una persona que con referencia a una organización. El ejemplo pintoresco podría aclararnos lo anterior: comparemos la relación de pareja con la laboral. No creo que haya duda a la hora de afirmar que la lealtad exigible en el ámbito de la vida matrimonial es cualitativamente distinta a la que sería de recibo en el marco de las relaciones de trabajo. Por mucho que uno viva y sienta la profesión y se identifique con los objetivos de su empresa u organización en modo alguno está comprometido con ella “hasta que la muerte los separe”. Uno está en el seno de la organización como el marco institucional en el que desarrolla su labor profesional; trata de hacer las cosas de acuerdo a unos niveles de competencia y honestidad profesionales adecuados y razonables y como contraprestación de todo ello cobra un sueldo a fin de mes y vive más o menos holgadamente.

En principio, pues, el tipo de lealtad que procedería invocar sería el de comprometerse a prestar un trabajo bien hecho y a obtener por ello, como justa contrapartida, un salario digno. Ni más, ni menos. Querer ir más allá en el estrechamiento de los lazos que ligan al profesional con las organizaciones estimo que sería confundir las cosas.

Desde estos considerandos, enfrentarse con el problema de la denuncia del mal proceder de la organización por motivos éticos puede tener, pues, amplia justificación en muchos casos. En términos generales, dicha justificación tendría lugar bajo una serie de circunstancias que cabría enunciar en los términos siguientes:

1. Último recurso. Se han agotado ya todas las vías internas para poner coto a la actuación que se denuncia y no se ha encontrado eco en los responsables de su modificación.

2. Daño sistemático o permanente. No se trata de algo incidental, sino más bien de una deficiencia sistemática y reiterada.

3. Se está produciendo un daño a terceros inocentes. O bien no están siendo informados de riesgos potenciales o bien se les escamotea la posibilidad de obtener mayores ventajas (a las que tendrían derecho). Por supuesto, el “tercero inocente” puede ser tanto el usuario o “cliente” final cuanto la propia Administración (y en definitiva toda la ciudadanía que costea, en nuestro caso, vía impuestos, los servicios sociales presupuestados).

4. Constancia cierta. El profesional puede probar con certidumbre su denuncia y aportar datos seguros al respecto.

Una última consideración. Incluso en la hipótesis de que se dieran todas las circunstancias anteriores no siempre sería éticamente exigible la denuncia de la organización por parte del profesional. No deberíamos olvidar consideraciones que apelan a la “proporcionalidad” del mal que se quiere evitar comparado con el que se puede causar. Tampoco deberíamos dejar de lado las circunstancias personales, profesionales y familiares, rescatando el sabio consejo de los moralistas pasados cuando afirmaban que: ad impossibilia nemo tenetur; es decir, que nadie está obligado a hacer lo que no puede. Cada uno, en definitiva, deberá ver qué hace en cada caso concreto y de qué manera justifica su toma de decisiones. Y lo mejor: no tener que verse nunca en la tesitura de llegar a plantearse un dilema de tal índole, porque en casos tales, aunque ganes, siempre pierdes.

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