Muchos niños aspiran a ser futbolistas de éxito y sus padres comparten su ambición. No es de extrañar que algunos progenitores con muy buena voluntad ejerzan “cierta” presión sobre los futuros Messi o Ronaldo. Y tampoco es de extrañar que según una investigación de la Universidad de Leeds, el 25 por ciento de los futbolistas juveniles británicos considerados como excelentes reconozcan estar quemados con el deporte y el uno por ciento, muy quemados (dichos resultados se extendieron a cinco países, entre ellos, España con resultados similares). El motivo es sencillo: buscar el éxito aunque sea a costa de la felicidad.

Ahora, que parece que estamos saliendo de una agudísima crisis, es momento de reflexionar sobre lo que significa el éxito y el precio que pagamos para lograrlo. Creemos que ganar mucho dinero y acumular muchas responsabilidades son signos de triunfo, sin embargo, las empresas están llenas de personas a quienes la búsqueda del éxito les pesa como una losa sobre sus espaldas. El éxito si no está conectado con el deseo real de ser uno mismo tiene un sabor amargo. Posiblemente, no siempre nos preguntemos qué queremos realmente nosotros, más allá de lo que nos hemos visto influidos por nuestro entorno o los “deberías” que nos hemos autoimpuesto (debería ser un gran profesional, el mejor vendedor o la más admirada). Ahora es el momento de ser honesto con uno mismo y preguntarnos qué queremos más allá de lo que pensamos que debemos ser. Cuando existe una gran diferencia entre lo que hacemos y lo que realmente desearíamos hacer caemos en la desazón y en la queja. Como le ocurrió a André Agassi, considerado como uno de los tenistas más grandes de la historia. Fue número uno durante 101 semanas, llegó a ganar la friolera de 30 millones de dólares, tuvo fans para aburrir y lo más impactante: confesó en una entrevista a la BBC que uno de los mejores momentos de su carrera lo vivió cuando colgó la raqueta. Era infeliz, incluso llegó a odiar este deporte. Actualmente, ha montado una escuela, que da oportunidades a niños sin recursos en su ciudad, Las Vegas. Es decir, dejó de jugar por “competitividad, lo hago por papá” a su deseo auténtico, “trabajo por una causa y disfruto con ello”. Ahora sí se siente bien consigo mismo.

En definitiva, aunque el éxito tiene muchas dimensiones, caemos en la trampa de verlo en una sola: mayor responsabilidad, mejor cargo, mejor salario, aumentar el tamaño de la empresa; y nos olvidamos de otros apartados igual de importantes, como la familia, las aficiones, el desarrollo de uno mismo y tantos otros, que podrían perfectamente competir con nuestros logros en el mundo de las organizaciones. Pero aún hay más. El éxito sin la posibilidad de disponer de tiempo para compartirlo con quien tú deseas (en donde uno se ha de incluir) vuelve a tener un sabor amargo. Así pues, comencemos a preguntarnos qué deseamos realmente, más allá de los “debería” y atrevámonos a dar el paso. Acariciemos la idea de hacer algo diferente y de conseguir otro tipo de éxito. Y todo ello, por un motivo de peso, porque solo se vive una vez.

 Artículo publicado en diario Expansión