Revista digital
TRIBUNA
febrero 2012

Decisiones de valor (testimonios valientes en una época de vértigo)

José Manuel Chapado,
socio director de ISAVIA Consultores

 
José Manuel ChapadoSaber gestionar el vértigo es una actitud personal que afecta a todos los ámbitos de la vida. Como el ser valiente. Sentimos vértigo cuando nos proponen abordar una nueva función o asumir una responsabilidad mayor. Más aún si eso supone el traslado a otro país. Expatriación. Vértigo.¡Puro vértigo!

A finales de febrero se publica “Vértigo”, el libro en el que expongo el modelo de ISAVIA sobre cómo tomar decisiones valientes que transformen la realidad. Aunque a mí me gusta más definirlo como el ejercicio responsable del liderazgo,especialmente en una época como la actual.


Saber gestionar el vértigo es una actitud personal que afecta a todos los ámbitos de la vida. Como el ser valiente. Sentimos vértigo cuando nos proponen abordar una nueva función o asumir una responsabilidad mayor. Más aún si eso supone el traslado a otro país. Expatriación. Vértigo. ¡Puro vértigo!


Sufrimos vértigo al afrontar procesos de reorganización de equipos, reestructuraciones departamentales,redefiniciones estratégicas, ajustes de plantilla… O también en procesos corporativos como fusiones, absorciones, escisiones, liquidaciones, etc. No es el miedo quien convoca al vértigo, sino la percepción de vulnerabilidad. Una percepción que es, como cualquier otra, subjetiva. Sólo bajo esta premisa es posible concebir que un alto directivo decida con naturalidad sobre el destino funcional, orgánico y físico de centenares de familias, al mismo tiempo que siente vértigo insuperable a la hora de permitir que uno de sus hijos adolescentes se traslade a otro país durante un curso escolar.


Decidir sobre ciertas personas, y no sobre otras, nos hace sentir vértigo. El simple hecho de decirles algo, invitarles a que modifiquen su conducta, a evaluar como insuficiente un resultado, o a ofrecer un feedback negativo, es algo que genera mucha vulnerabilidad en algunos. Lo dicho, el vértigo es subjetivo. Lo que para unos no es nada, para otros lo es todo.


El vértigo forma parte de nuestras vidas. Y nos acompaña cada vez que damos un salto. Viene de la mano de la vulnerabilidad. Y sin ella, crecer no sería posible. Sentir vértigo es bueno. Es estar vivo.


Sentimos vértigo cuando no sabemos muy bien qué hacer, pero sí sabemos que algo tenemos que hacer. Desconocemos las consecuencias, aunque sabemos que se producirán y serán grandes.


Necesitamos saber que nuestra acción o decisión provocará aquello que pretendemos, y no otra cosa. Pero, evidentemente, nadie puede asegurar qué es lo que pasará. Nadie dispone de una bola de cristal infalible que prediga el futuro. Muchas personas naufragan en este punto: no se atreven porque no saben qué ocurrirá. O mejor dicho, porque no tienen la seguridad de que lo que sucederá a continuación es lo que ellos desean.


Declarar el amor a otra persona es el ejemplo. ¿Cuántas veces no hemos sido capaces de decirle a alguien “te quiero”? Al declararnos, queremos ser correspondidos. Nos asusta cosechar un patinazo. Y así, posponemos emitir esa frase de vértigo bajo la esperanza, a veces tramposa, de esperar un mejor momento en el que la probabilidad de recibir un “sí” sea mayor.


Y si no nos declaramos ¿qué es entonces lo que sucederá? Probablemente… ¡nada! Quien no arriesga, no gana. No hacer influye más y peor que hacer. Gestionar el vértigo es atreverse. Es ser valiente. En este sentido, quise conocer lo que opinan de sí varias personas a las que considero especialmente valientes. En mi opinión, todos ellos constituyen modelos de compromiso y valor.


He hablado con un agente económico de primer orden. Sus manos han amasado la más importante reforma legal del sistema financiero en los últimos tiempos. He hablado con un abogado brillante, bajo cuya dirección se han cerrado operaciones corporativas que cambiaron el mapa empresarial español. La última de ellas fue una OPA superior a 13.000 millones de euros. He hablado con uno de esos políticos que se juega la vida. Fue concejal del Partido Popular en un pueblo vizcaíno, y, además, padre de familia y titular de una pequeña empresa de servicios. He hablado con un conocido reportero de guerra. Presente en los conflictos más calientes del planeta, conoce la muerte muy de cerca.


De todos ellos recuerdo su calor, su mirada y su gesto alegre. Sus espaldas soportan toneladas de responsabilidad, y tienen la sonrisa de quien camina ligero. ¿Cómo lo hacen? ¿Se consideran valientes? En todos los casos, encontré la misma respuesta: un “no” seco y contundente. Yo sí les considero valientes. A todos ellos. Muy valientes.


En todos he encontrado la misma nota común: el sentido de la responsabilidad y el deber. Es ahí donde se sostiene la fuerza que les impulsa. No presumen de ello. No son tan si quiera conscientes. Lo tienen tan interiorizado, que les resulta invisible a sus propios ojos. Les pregunto cuál es la razón que les mueve. Sus respuestas son estremecedoramente sencillas: “es mi trabajo”, “me ha tocado a mí”, “alguien tiene que hacerlo, ¿no?”, “me gusta, supongo que me gusta mucho”…


Todos han aceptado ser lo que son. Así, sin más. Sartre dijo que “es auténtico quien asume la responsabilidad por ser lo que es, y se reconoce libre de ser lo que es”. En efecto. Se ejerce bien el sentido del deber cuando uno sabe cuáles son los valores que le guían. A veces, no podemos intentar construir el presente desde nuestro deseo. No siempre nos es posible provocar que el cambio pretendido suceda en realidad. Sin embargo, lo que sí está en nuestra mano es identificar aquello que queremos preservar. Lo que no deseamos que cambie bajo ningún concepto. En esa porción de valores y creencias se reúne nuestra mejor versión.


Así lo entendió un gran amigo al ser promocionado a la máxima responsabilidad de una entidad financiera. No sabía qué podía hacer exactamente. Era imposible hacer planes en un contexto impredecible. Había comenzado la mayor crisis financiera de la historia, y los cambios que se avecinaban eran tan abrumadores como inevitables.


Mi amigo no se centró en lo que pretendía cambiar, sino en lo que quería preservar. Era consciente de un triple eje sobre el que vertebrar su acción: un compromiso de servicio y generosidad en el que primara siempre el interés general, una negación de cualquier táctica que supusiera juego sucio frente a clientes y competidores, y una presencia cercana y sincera en la relación con su equipo.


Así atesoró una de las más poderosas herramientas para validar todas las decisiones de vértigo que ha tenido que afrontar, muchas de ellas casi sin tiempo para meditar. Todo lo que desde entonces ha decidido, siempre ha estado sometido a ese triple parámetro. Puede que se equivoque en ocasiones. Pero nunca lo hizo traicionando lo mejor de sí mismo.


Una buena decisión ha de ser coherente con tu escala de valores. Leal a tus principios. Por eso, es necesario que conozcas cuál es tu escala. Y someter tu actuación a ella. Los valores son límites inquebrantables. Y esto es así no porque alguien nos los haya inoculado en la conciencia, sino por el fuerte principio orientador y ético que conscientemente hemos elegido que tengan para nosotros.

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